domingo, 27 de noviembre de 2011

Barcelona entre identidad y marca

Otra vez a las andadas entre lo global y local, Barcelona entre marca y ciudad

Acaso ha llegado el momento de abandonar las tendencias globalizadas y la política de los grandes nombres, y de apostar por la especificidad y la peculiaridad. Barcelona debería desempolvar aquella capacidad de reinventarse que la caracterizó en la época preolímpica.

Yo llegué a Barcelona con el oleaje preolímpico. Entonces, la euforia era genuina y el entusiasmo auténtico. La ciudad vivía en una tormenta de ideas continua y colectiva, que se plasmaba en una multitud de proyectos, iniciativas y eventos. Era la tierra prometida para cualquier periodista y aún más para una periodista italiana, de un país que alimenta la industria turística catalana con millones de visitantes, ávidos de información. Siempre había tema, porque Barcelona estaba decidida a hacerse un lugar en el imaginario colectivo y entre las ciudades que marcan tendencias. Eran los años en que la ciudad iba construyendo su nueva identidad y fue un verdadero privilegio vivirlos.

De aquellos años me acuerdo sobre todo de la sensación de energía, libertad y poder. Y aquella asombrosa capacidad de la ciudad de reinventarse, encontrando siempre nuevos motivos de interés y nuevos impulsos para la evolución urbanística, arquitectónica, cultural y también social. Los jóvenes artistas llegaban desde todo el mundo y la gente que encontrabas en los viajes te envidiaba por vivir en Barcelona.

En mi opinión, el problema surgió cuando se empezó a confundir el concepto de identidad con el de marca. Al principio era motivo de orgullo. La marca Barcelona se imponía con un paradigma basado en la puesta en valor del patrimonio histórico y la capacidad de impulsar la modernidad, sobre todo en el diseño y la arquitectura. En el ámbito de la gestión se iba consolidando un exitoso modelo basado en la complicidad entre las instituciones públicas y el sector privado, aquella burguesía iluminada, heredera de las familias que a principio del siglo XX tanta parte tuvieron en la creación del patrimonio que cada año atrae millones de visitantes. Un patrimonio que, más allá del disseny y la modernidad, sigue representando la mayor peculiaridad de Barcelona.

El modelo funcionaba bien, tan bien que se convirtió en un canon y, como tal, empezó a esclerotizarse y a estereotiparse. Por ejemplo, en el ámbito urbanístico y arquitectónico, al principio Barcelona supo ver sus limitaciones y subsanarlas con mayor o menor éxito. También se dio cuenta de la importancia de crear nuevos elementos icónicos, capaces de marcar el paisaje urbano así como el imaginario colectivo, y por ello se rodeó de los grandes nombres de la arquitectura internacional. Hasta aquí todo bien, pero el fichaje del arquitecto célebre terminó por convertirse en una obsesión, que hizo perder de vista, por un lado, la armonía formal del conjunto, y por el otro, el tejido creativo local, que en muchos casos se fue a buscar suerte por otros lares.

Quizás el fallo mayor fue permitir que los grandes logros fueran mermando la capacidad de autocrítica y dejaran prevalecer un cierto autoritarismo, que encuentra su ejemplo paradigmático en la cuestión de las plazas duras. Desde el principio la ciudadanía, apoyada por numerosos profesionales, demandó espacios verdes y expresó su rechazo hacia la estética del hormigón. Sin embargo, la tendencia no se corrigió y, aunque parezca increíble, sigue sin corregirse, a pesar de las críticas y aun cuando lo verdaderamente innovador sería optar por modelos ecológicos y sostenibles.

Nunca me pareció mal el connubio arte, cultura y desarrollo urbanístico, que tantos critican. Cuando, a propósito del Fórum de las Culturas, arreció la polémica, lo que me pareció fatal no fue la operación urbanística, sino haber creado un monstruo de cemento, inhóspito y de difícil gestión y manutención. En Castelldefels, donde vivo desde que llegué, he asistido a un proceso de desarrollo imparable y modélico, que sin embargo se ha hecho totalmente de espaldas a la naturaleza, sin respetar ni aprovechar las ventajas de las sinergias tanto a nivel estético como práctico.

Hace unos años se trasladaron a Castelldefels las facultades tecnológicas de varias universidades. El emplazamiento parecía hecho adrede para diseñar un campus que sirviera de enlace entre el pueblo y los barrios de la playa, con caminitos y recovecos, que ocultaran los edificios (grandes por necesidad) y crearan un entorno amable para sus usuarios. Con una calle ancha para los servicios habría sido más que suficiente, pero no. Indiferentes a las quejas, arrasaron con todo, distribuyeron las construcciones como en un Monopoly, eliminaron los desniveles naturales y la vegetación autóctona, y con ellos las zonas de sombras y la protección contra el viento. El enorme aparcamiento, con los coches que se fríen bajo el sol, confirma que quien allí estudia o trabaja se escapa tan pronto como puede. Entonces, ¿por qué la estrategia del hormigón sigue triunfando?, ¿por qué las nuevas reformas, que se están realizando con las financiaciones del Plan E, reiteran los mismos errores, desoyendo la voluntad de vecinos y profesionales?

Tras años de crecimiento continuo y sostenido, la llegada de la crisis ha hecho estragos. El constante aumento del coste de la vida, uno de los daños colaterales de la consolidación de la marca Barcelona en el mundo, no llegó nunca a corresponderse con el mismo incremento de la calidad de la oferta. La crisis ha subrayado el desequilibrio y, por primera vez en muchos años, la industria del turismo experimenta las hieles del descenso. La contradicción irresuelta de amor-odio, que sufren todas las ciudades que viven del turismo, parece más problemática que nunca. Barcelona quiere visitantes de calidad, interesados por el arte y la cultura, elegantes, sensibles y adinerados, pero no los conseguirá a golpe de ordenanzas con las más variadas prohibiciones, desde hacer skating hasta pasearse en atuendo de playa por la Rambla.

Quizás sea el momento de dejar de pensar en la marca Barcelona y volver a centrarse en cuestiones de identidad. Quizás sea el momento de abandonar las tendencias globalizadas y la política de los grandes nombres, y apostar por la especificidad y la peculiaridad y sobre todo desempolvar aquella capacidad de reinventarse, que tan fascinante y poderosa resultaba. El Canòdrom, el nuevo centro de arte, podría convertirse en un punto fuerte de irradiación, así como la red de fábricas para la creación, que combina el interés patrimonial, urbanístico y arquitectónico con la promoción y el apoyo del talento local (y por local entiendo todo aquel crisol de razas y nacionalidades que hace la fuerza de una ciudad realmente cosmopolita).

Barcelona debe volver a ser tierra de acogida para creadores de todo el mundo, así como lo fue durante unos años, antes de que la subida de los precios y la falta de infraestructuras e interés institucional les redirigiera hacia ciudades como Berlín, adonde también se han mudado varios artistas catalanes. Por su parte, los grandes equipamientos culturales deberían trabajar en la definición de nuevos formatos, alejados de la academia y del museo decimonónico y a la vez generar dinámicas de participación, más cercanas a la sensibilidad y las exigencias de las nuevas generaciones. Como cantaba Peret cuando llegué hace veinte años, “Barcelona tiene poder…”, el poder del Modernismo y el disseny, de la tradición y la innovación… el poder de su identidad y no de su marca.


Texto Roberta Bosco Periodista
metro 3
© Jordi Sàbat
Barcelona Metropolis
Verano (julio - septiembre 2010)

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