El receso estival tiene sus ventajas: la posibilidad de paseos atentos para revisitar entornos ya conocidos y la oportunidad de lecturas sosegadas para solazarse con obras que no pertenecen en sentido estricto al ámbito profesional del lector.
En este caso, me refiero a la lectura de una obra excepcional, "Vigo. La Ciudad que se perdió", cuyo autor es el arquitecto Jaime Garrido Rodríguez y que ha sido acertadamente publicada en su quinta edición (2008) por la Diputación de Pontevedra.
Estos tiempos de comienzo de mandato municipal son propicios para recordarles a las autoridades locales y, cómo no, recordarnos a los ciudadanos los criterios que, en materia de urbanismo, debemos todos tener en cuenta para "hacer ciudad", con el respeto debido al patrimonio histórico y cultural y, muy especialmente, al de carácter arquitectónico. Además, obvio es, de la necesidad de evitar a toda costa pasados errores y recuperar la memoria que nunca se debió perder.
Es evidente que el pasado está dado y no se puede cambiar, pero sí conservar y en lo posible rehabilitar. Los criterios (perennes, quizá) que pueden deducirse de la lectura del precioso libro mencionado para llevar adelante tan relevantes tareas, son varios y extraordinariamente ricos. Criterios, en todo caso, que deberían estar guiados por un objetivo estratégico: rescatar la identidad de Vigo como ciudad de piedra.
En primer lugar, uno de los criterios básicos es que toda obra en piedra debe conservarse y no sustituirse -por mero automatismo de mercado- por otro material de menor coste. No puede olvidarse y menos ignorarse, que Vigo es una ciudad con una magnífica arquitectura en piedra, frecuentemente labrada con espléndidas formas decorativas y todo tipo de cantería noble, que no debe reemplazarse por cemento, ladrillo, asfalto u otros materiales de pobre valor.
En segundo lugar, conviene recordar que los cambios de usos en Vigo han traído profundos y nefastos efectos sobre una magnífica arquitectura variada y diversa, que deberían haberse evitado. Cambios que han supuesto la desaparición de una arquitectura de primer orden para el ocio y los espectáculos: cines y teatros como los inolvidables -para los vigueses de mi generación- Tamberlick y Odeón, bares, cafés y palcos de música. O la destrucción de una arquitectura de mercados como el mercado de A Laxe, sustituido por el actual Hotel Bahía por "considerarlo una construcción "singular" (Sic) -declaración textual, no se sorprenda el lector, del Ayuntamiento de entonces- y el mercado del Progreso, víctimas uno y otro del "desarrollismo" de la década de los sesenta y principios de los setenta del pasado siglo. O la destrucción asimismo de una buena parte de la arquitectura de la industria y el comercio, que respondía en su momento al gran crecimiento en la ciudad de los sectores de pesca, conservas, alimentación, construcción naval, hostelería, transportes y metalurgia.
En la memoria de los edificios caídos, uno en especial golpea nuestra mente: el conocido popularmente como Rubira, en el cruce de Colón y García Barbón, con "sus esculpidas piedras", que "formaba parte de una manzana armónicamente conjuntada en el centro comercial de la ciudad" (op.cit., p. 380) y cuyo derribo nos remite a pasadas prácticas urbanísticas que nunca más deberían repetirse.
Cambios de usos que, con frecuencia, todo hay que decirlo, lo son para ser ocupados, en general, por actividades generadoras de mayores plusvalías y, en particular, por entidades financieras -¡Con la banca hemos topado Sancho!- , que permiten lograr apreciables rentas diferenciales sobre anteriores usos. Es evidente que habrá que tener en cuenta que la rentabilidad privada y la especulación inmobiliaria o el consumismo no pueden primar sobre el interés público y la conservación de la memoria colectiva de la ciudad.
En tercer lugar, sucede también que hay inmuebles centenarios de elevado valor arquitectónico y patrimonial, en pésimo estado y con efectos negativos sobre el entorno por su evidente deterioro, que pasan años y años sin que -por una razón u otra- se adopte una decisión sobre su futuro, tanto por los propietarios (rehabilitación) como por parte del Ayuntamiento (adquisición, expropiación o subvención para su renovación). Son casos en los que los perjuicios públicos son muy superiores a los beneficios privados, que se ven bloqueados por la falta de iniciativa de sus propietarios, las insuficiencias de una política de ordenación urbanística o la inadecuación de los instrumentos de naturaleza financiera y fiscal.
En este sentido, son elogiables recientes decisiones coercitivas municipales ejercidas sobre los propietarios de edificios en mal estado de conservación. Decisiones, amparadas en ordenanzas de protección del patrimonio arquitectónico, que se justifican bien por el legado cultural que dichos edificios encierran, bien por la reutilización que puede hacerse de los mismos en nuevas funciones residenciales, comerciales, socio- culturales o en general terciarias. Decisiones que, en todo caso, evitan el derribo de edificaciones de reconocido valor, mutilaciones impertinentes y pastiches o adiciones inarmónicas con el entorno.
En cuarto lugar, la fachada marítima de la ciudad es otro ámbito que necesita especial cuidado por ser particularmente sensible a la mayor demanda de construcciones en altura. Por una parte, debe garantizarse la edificación escalonada -propia de una ciudad construida en ladera- para que no se impida en ningún caso la vista al mar por edificios en primera fila desproporcionadamente elevados. Y, por otra, deben evitarse los efectos negativos de los sucesivos rellenos portuarios, mediante un pacto que garantice el respeto del puerto con la urbe y priorice la apertura de la ciudad al mar.
En este sentido, especial respeto merecen las bellas muestras de la arquitectura popular marinera que, como viva expresión del pasado pesquero de la ciudad, todavía perviven. El Berbés es un ejemplo señero, con sus arcadas de granito formando soportales, que Vigo debe conservar como "oro en paño". Sin olvidar, desde luego, el Casco Vello de la ciudad, en el que se vienen observando lentos pero interesantes avances.
Las propias autoridades debieran predicar con el ejemplo y plantearse seriamente darle mejor destino a la torre-adefesio del mismísimo Ayuntamiento o al edificio-pantalla de la Xunta en orilla mar, por el bien de la ciudad y ejemplo de reconciliación con un urbanismo a la altura del siglo XXI. Quizá, tras esto, los ciudadanos empezaríamos a creer algo más en nuestros políticos, en su voluntad de corregir pasados desafueros y en su compromiso con lo mejor de nuestra tradición arquitectónica.
Por último, los criterios expuestos no tratan de subestimar las mejoras realizadas en Vigo con las recientes obras de "humanización". Todo lo contrario, reclaman un esfuerzo renovado para hacer la ciudad más habitable y el paisaje urbano más estético, exigen la recuperación de espacios públicos para el ciudadano y demandan el ejercicio de una disciplina urbanística en la que el interés público predomine sobre el interés privado.
José María Mella Márquez - Catedrático de Economía Aplicada de la Universidad Autónoma de Madrid
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